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Huesos ante el jurado

Desde las vísperas de Navidad hasta los mediados del enero siguiente, los tribunales mantienen cerradas sus puertas. Son las vacaciones de la justicia, con suspensión de términos y aplazamiento de decisiones. El período anhelado por los funcionarios y temido por los litigantes y los presos.
También han llegado las vacaciones para ese personaje frío y enigmático, testigo y actor de todas las audiencias de la justicia penal; que a la diagonal del estrado del juez superior espera que los defensores, los fiscales, los médicos legistas o los miembros del jurado lo necesiten para alguna demostración objetiva. En una de las últimas costillas de la izquierda, el personaje tenía pegada una etiqueta ya un poco borrada por el tiempo. Sin embargo, con estos ojos que todavía servían de algo, alcancé a leer: "Baltazar Guevara - Industria Colombiana". y no podía ser de otra procedencia porque don Baltazar Guevara era el único preparador de esqueletos que había en Colombia y sus alrededores.
El laboratorio de don Baltazar, más propiamente denominable taller, funciona desde hace muchos años en "El Prado", antigua zona rural que ya es urbana del todo porque se extiende sobre la margen occidental de la autopista, más o menos a la altura de Usaquén. De allá, del taller de don Baltazar, vino el esqueleto humano que ahora, como cualquier chupatintas, presta modestos servicios a la justicia penal. Y que en diciembre entra en uso de unas vacaciones mucho más merecidas que las que entran a disfrutar los golillas.
Al esqueleto lo había visto yo casi siempre desde alguna distancia, arrinconado en las salas de audiencia. Muy ocasionalmente había sido mi compañero de ascensor, pero no había tenido una oportunidad suficientemente amplia para examinar de cerca al personaje de hueso y alambre, porque para ese entonces era un servidor relativamente nuevo de la justicia, y en los tiempos siguientes, ciertamente frecuenté muy poco el ambiente forense.
Fue ahora, al concurrir a una vista pública, cuando pude contemplarlo de cerca. En aquella ocasión todavía no había sido necesario para ninguna demostración objetiva, y en verdad yo no había caído en la cuenta de qué tan cerca estaba, de no haber sido por una imprevista pero explicable ocurrencia. El juez superior, para mejor interrogar al procesado compareciente, descendió del estrado; lentamente formuló algunas preguntas poco menos que inútiles, y acabó por invitar a los miembros del jurado a que sometieran al reo al cuestionario que desearan. Ninguno de los jurados despegó los labios, pero el juez, muy cortésmente, y a la espera de que alguien dijera algo, se retiró dando unos distraídos pasos hacia atrás. Unos pasos tan lentos, que bien hubiera habido tiempo de prevenirlo, pero nadie se atrevió a quebrantar la solemnidad de las circunstancias. Y el juez superior, caminando lentamente hacia atrás, acabó por dar de espaldas contra el esqueleto, y tan frágil armazón verticalizada por un débil soporte, con estruendo de huesos, vino a quedar en la posición horizontal que parece la más conveniente para los fieles difuntos.
Todos los presentes acudimos a alzar al caído, pero en la confusión nadie acertó a hacer nada. Sin ayuda alguna, entre los que nos inclinábamos acuciosamente pero nada hacíamos, el juez superior recogió el esqueleto, le echó mano al cráneo para colocárselo en su sitio, ya favor del soporte logró volver a dejarlo en su posición vertical de servidor de la justicia. Fue durante ese ajetreo cuando alcancé a verle en el interior de una costilla baja la "marca de fábrica" de don Baltazar, ya leer la patriótica advertencia: "Industria Colombiana". Después recorrí el piso con la mirada, abrigando el temor de que por ahí hubiera quedado alguna pieza suelta, pero ninguna consecuencia funesta anoté. Sólo que, según se apresuró a enmendarlo un médico que hacía parte del jurado, el juez superior le había puesto al revés el cráneo. O, más exactamente, había colgado al revés la armazón del cuerpo. El esqueleto, pues, nos daba la espalda, mientras la calavera nos miraba de frente y parecía como si se riera de su absurda posición y de nuestro afán por su indoloro accidente. El médico lo puso todo al derecho, le enderezó la tapa del cráneo y continuó la vista pública.
El fiscal de aquel proceso, en inútil grandilocuencia y mientras se hurgaba con el índice sus propios espacios intercostales y su fosa ilíaca derecha, pretendió reconstruir la trayectoria de la bala homicida para plantear una tesis: si tal había sido la trayectoria de la bala, el homicida debería encontrarse en un plano mucho más alto que la víctima y no a su misma altura, como lo afirmaban los declarantes. Era necesaria, pues, la presencia de un médico forense para que ampliara las conclusiones de la autopsia y aclarara las dudas. y el médico forense acudió a la cita.
Provisto de una cuerda, el experto legista se dispuso a dar una demostración ante el jurado, la defensa y el ministerio público, pero tropezó con un defecto que seg1lramente conocía de tiempo atrás, porque antes de acercarse al esqueleto lo advirtió: el primer espacio intercostal de la armazón salida de los talleres de don Baltazar era muy ancho. Cuando menos, le cabía otra costilla. De esta suerte, aunque el proyectil había penetrado por el seg1lndo espacio, la trayectoria había que reconstruirla con la cuerda desde la base del primero, en línea recta hasta la fosa ilíaca. Pero no se trataba necesariamente de un disparo de arriba hacia abajo, porque la víctima, ante el peligro, podía haberse agachado, instintivamente. También instintivamente, uno de los jurados quiso hacer agachar al esqueleto, como contribuyendo a la demostración objetiva, y de nuevo la tapa del cráneo rodó por el suelo. Esta es la "vida" de nuestro personaje en las salas del edificio donde se corren los monótonos y casi inútiles trámites de las audiencias públicas.
Mi amigo, el esqueleto, es de segunda clase y está muy usado. Además del defecto técnico de los espacios intercostales, que por mi propia cuenta no hubiera podido advertir, tiene partidos dos de los incisivos superiores y visiblemente abollado el bacinete. Las falanges de los dedos menores del pie izquierdo las tiene graciosamente arriscadas, como si los huesecillos descansaran después de haberse librado del zapato de carne. y tiene despuntado el. coxis, ese vestigio de cola que cuando se nos golpea nos causa un dolor que inexplicablemente provoca la risa. Pero acaso, más a la comedia de la justicia que a la despuntada del coxis, se deba la permanente sonrisa de nuestro personaje.
Seguramente nadie ha pensado en el valor de su propio esqueleto y acaso muy pocos han reparado en la utilidad de sus propios huesos. Es posible que a nadie le interese concretamente el saber que tiene a su propio servicio un esqueleto de primera clase, porque el valor del propio esqueleto, como el de una póliza de seguro de vida, no puede despertar un interés realmente egoísta. Algo en plata valen los huesos, según lo voy a demostrar, pero de ese precio no podremos beneficiarnos nosotros mismos. Porque, ¿qué haría cualquiera con mil pesos entre el bolsillo, pero desprovisto del esqueleto, que al fin y al cabo es tan indispensable? y los mil pesos, necesario es advertirlo, para no estimular la codicia, suponen la propiedad o tenencia de un esqueleto de primera clase, del cual no todos los mortales disponen. No todos los esqueletos pueden valer lo mismo, porque para avaluar los debemos someterlos a la tabla de don Baltazar Guevara, el excepcional e industrioso preparador y comerciante, siempre "enhuesado".
Se tiene buen esqueleto como se puede tener buen vestido, a diferencia de que los huesos los tenemos para toda la vida, sin posibilidad de renovarlos por cuotas mensuales. y no todos los esqueletos son de primera clase. Menos mal que la osamenta no está a la vista de todos y que no se acostumbra adherir las radiografías a los álbunes de retratos familiares.
Para que un esqueleto merezca clasificación de primera se necesita que hubiera pertenecido aun hombre fallecido entre los 30 y los 40 años; que el hombre aquel hubiera gozado de apropiada alimentación, rica en calcio; se prefiere una buena estatura, y no se puede pertenecer a una alta clasificación sin haber gozado en vida de una dentadura completa, sana, sin complicaciones de orden protésico. Los huesos de la primera categoría son lisos, duros, brillantes, solidísimos, mientras los de segunda clase son porosos y opacos, y los de tercera francamente blandengues y sensibilísimos a la uña. Y; de ahí para 'abajo, hay esqueletos que debieran dar vergiienza a sus antiguos dueños. Porque son huesos que "sueltan", como las paredes que alguna vez fueron enjalbegadas. Huesos que si se caen, inevitablemente se rompen. Porque los huesos de los viejos se cristalizan y les llega el momento en que no sirven ni para hacer botones, y los de los jóvenes menores de 25 años son de poca consistencia y se tuercen como la madera verde. El bacinete se les vuelve como un ocho y los omoplatos se desigualan. Además, bien se sabe por el Eclesiastés que "el espíritu triste seca los huesos", y de esta suerte, sin que de ello se den cuenta, los melancólicos desvalorizan su propio esqueleto, hasta el impresionante extremo de que don Baltazar Guevara no se animaría a ofrecer por él ni cinco pesos.
Vale tener muy en cuenta que el esqueleto femenino es mejor cotizado, porque sus huesos son más grácil es y su conjunto es estilizado. y mucho cuidado con don Baltazar, el preparador, quien seguramente al encontrarse con una hermosa y acuerpada treintaicincona, sin duda alguna habrá de exclamar para sí:
" - “Vaya... que esqueleto... ”.
Y al topar por ahí con algún transeúnte preocupado, podrá calificar:
-"Qué birria de huesos...".
Pero ojo a los precios y vamos con las tarifas de don Baltazar Guevara. Un esqueleto de primera clase, debidamente articulado y completo, vale como 1.000 pesos, mientras el precio de uno de segunda no pasa de 600.
El de tercera clase tiene un precio convencional y desde luego muy inferior, porque además de la baja calidad de los huesos puede ocurrir que se le haya completado con alguna costilla o con una falange ajena, que para el día del juicio final tiene todo el derecho de escaparse en busca de su legítimo dueño y dejar al promiscuo armazón con un índice trunco o con la estructura costal semejante a una peinilla vieja.
Contra todo lo que se pudiera creer, la vida de un esqueleto es casi efímera. En efecto, comprobado está que una armazón ósea, articulada y dispuesta para fines enseñantes o para servicios como los que presta nuestro amigo de los tribunales, apenas dura veinte años. y esto si se trata de uno de primera clase, porque si es de inferior apenas "vive" de 5 a 10 años, siempre que esté en manos consideradas. Don Baltazar no los garantiza por más tiempo, y él sabe cómo y por qué lo dice. Irremediablemente, las vértebras se desprenden de la columna dorsal de alambre galvanizado y el coxis se despunta en cuanto los alumnos de primeras ciencias le toman confianza o cuando los jueces distraídos caminan hacia atrás. Y aunque los traten bien, poco a poco se averían. Porque todo, en esta vida, se va acabando...
Nuestro esqueleto, quiero decir, nuestro amigo de los tribunales, es de segunda clase y ya tiene sus años de servicio. No habrán de ser muchas las audiencias públicas en que se vea obligado a representar el papel de víctima. No resistirá mucho el trazo de trayectorias al través de sus desiguales espacios intercostales, ni habrá de resistir muchas caídas. Si don Baltazar le examinara los dientes incisivos y el bacinete abollado, seguramente habría de calcularle pocos años más de servicios.
Y todo esto sin contar con que el esqueleto, casi todos los días, pasa de la sala del segundo piso a la del tercero, o de la del quinto a la del cuarto. Porque está al servicio de las cuatro salas, y el despreocupado conserje del edificio judicial, cuando no el juguetón ascensorista, es quien se encarga de llevarlo de un piso al otro. Más o menos con cuidado lo meten entre el ascensor, y lo llevan hasta donde su presencia se requiere. En el ascensor, justamente, lo encontré hace pocos días. Lo necesitaban en una de las salas de audiencias, para realizar alguna demostración en vista pública de las postrimerías del año judicial.
Mientras yo ampliaba el examen de sus huellas de sufrimiento, el ascensorista preguntó:
"¿Será de hombre o de mujer?".
Y nos dejó una duda que solamente nos podría aclarar don Baltazar Guevara. A lo mejor, él sabe algo de su historia. Los esqueletos preparados para fines didácticos no pasan por la sepultura. No conocen la tumba. Don Baltazar escoge su material casi vivo, y desnuda los esqueletos personalmente.
ßAsí, el modesto servidor de la justicia no ha conocido el reposo. Habrá de disfrutarlo pronto, porque sus huesos ya están muy averiados. Por ahora, sólo habrá de gozar de unas fugaces vacaciones, como cualquier empleado judicial, hasta los mediados de enero, cuando lo habrán de sacar de su tranquilo rincón para sacudirle el polvo en que no lo han dejado acabar de convertir.












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